La razón humana del títere


Por: Antonio J. Gómez A.

Nadie duda de la Naturaleza Fantasiosa y Mágica de un títere; nadie duda de la capacidad del fantoche para provocar gratificación y gozo en el espectador; nadie duda del profundo alcance de penetración que pueden tener los títeres en el alma y la mente del niño. ¿En qué reside el poder de atracción del títere? ¿Qué hay en él, que provoca la identificación del niño?

El niño es un espectador ideal porque se funde con el espectáculo. A diferencia del teatro con Actores «para adultos» el teatro de títeres es polémico; el niño no discute con los demás sino con los protagonistas de la obra que se desarrolla, con los muñecos; es una discusión aquí y ahora. Esto responde a la actitud inmediatista del niño. Por esto el títere tiene el poder de abstraer el niño de su cotidianidad; es en el espectáculo donde se puede apreciar al niño en toda su magnificencia, porque se da entero, porque es absolutamente espontáneo. Es indudable que hay algo de común entre el niño y el títere; parece que lo humano del títere es muy infantil y lo humano del niño es lo titiritesco.

Veamos: en condiciones normales el niño lo recibe todo, desde la satisfacción de sus necesidades básicas hasta la satisfacción de sus necesidades afectivas, etc. Sin embargo, la necesidad de dar no es plenamente satisfecha. Sólo hay un ser más pequeño, silencioso e inofensivo que él; es el muñeco. En él, el niño libera su carga emocional.

La actitud paternalista de los adultos hacia el niño, aunque parezca un despropósito afirmarlo, siempre ha sido nociva. La protección, los consejos y las pretensiones formativas, son una forma solapada de protección pues no se le permite el desahogo de las pasiones que están y crecen con él desde su más tierna infancia. Al contrario, se le conduce a reprimirlas para dar la imagen de niño puro que los adultos desean de él.

La infancia se convierte entonces no en un período de gozo, sino en una etapa que hay que superar. Los adultos se grandifican mientras el niño se empequeñece, se acompleja cada vez más frente a ese adulto prepotente. Las inquietudes, los cuestionamientos y sus curiosidades no encontrarán nunca una respuesta adecuada. Paradójicamente, el hombre, el adulto ha creado el muñeco, que lo imita, para el niño. El adulto oprime al niño, el muñeco lo libera.

Las angustias y las contradicciones que la opresión y la incomunicación le generan al niño, las desahoga en parte en el muñeco. Además éste le proporciona la oportunidad de aliviar en algo el rencor que le producen las injusticias que con él cometen los mayores. El muñeco para el niño no es un objeto, el muñeco es todo lo que el niño pone en él.

En el juego cotidiano con sus muñecos, el único que habla es el niño. Él le habla a su muñeco y se responde así mismo hablando por el muñeco. Es un diálogo con un personaje interno; el muñeco es sólo un símbolo y como tal es pasivo. Por eso les ama, porque están llenos de contenidos para él. Solo él sabe hasta qué punto ellos no son sino lo que significan para él. Esto se encuadra dentro del animismo, una etapa importantísima en el desarrollo síquico del niño y que generalmente permanece en el adulto.

¿Qué pasa entonces con el muñeco-títere? Pues bien, cuando el niño dueño de sus muñecos, de sus personajes, creador de su símbolo; asiste a un espectáculo de títeres, encuentra que allí frente a él están los muñecos, sus personajes; su osito, su gatito, su enano, su príncipe, su rey etc, moviéndose y hablando, es decir vivos; vivos fuera de él, que en sus juegos les ha proporcionado vida. La sacudida emocional es muy grande pues el muñeco pasivo se ha vuelto activo, el símbolo ha tomado vida. De aquí en adelante el juego con los muñecos ya cambia de carácter por los múltiples cuestionamientos que el niño comienza a plantearse. Antes, él jugaba con sus juguetes, ahora los juguetes en los títeres juegan para él.

Para resolver el segundo interrogante del comienzo de este artículo es preciso entrar a considerar la profunda afinidad y simpatía entre el niño y el títere. Ellos, niños y títeres, son dependientes; el títere del titiritero y el niño del adulto. El títere es un muñeco creado por el hombre, un adulto; ese adulto maneja al títere, como maneja al niño. Sin embargo, ambos tienen vida propia.

En la relación del titiritero con el títere hay afecto, calidez. En el títere encuentra e1 titiritero el medio de comunicación con el espectador, actúa a través de él. Como personaje, el títere hace lo que el titiritero quiere que haga; como individuo, el títere está limitado, coartador, en cierta forma oprimido.

La relación del niño con el adulto es más compleja. Está más llena de sutilezas sicológicas, es más opresiva. Esto genera en el niño deseos de libertad que el niño proyecta y refleja en el títere y nada une tanto como un sueño común de libertad. Se podría hablar no de una relación niño- títere sino de una relación títere- espectador, títere-actor.

Todos sabemos que dos seres oprimidos se solidarizan mutuamente y que establecen una relación personal libre, sin opresión. Por esto el niño se siente libre, frente al títere, es espontáneo y polémico con él; es más, se burla del títere que es una manera de burlarse de sí mismo. Al tiempo el niño mira el títere con la comprensión y la ternura con que nosotros le miramos a él. Sabe que el mundo del títere está lleno de prohibiciones y limitaciones como el suyo. Ambos están llenos de frustraciones por la desproporción entre lo que quieren y lo que pueden hacer. Sin embargo, el títere no pasará de ahí, esa será siempre su condición, seguirá siendo un títere. Pasada la representación será simplemente un muñeco que el titiritero cuelga, guarda o arrincona en una maleta. Esto es lo auténticamente infantil del títere. No puede aspirar a otra cosa.

Lo infantil en el niño es temporal, es una etapa en su vida que tarde o temprano será superada. El títere seguirá siendo un títere y el niño dejará atrás su infancia. Sin embargo, aunque cronológicamente y físicamente el niño supere la etapa infantil, mental y sicológicamente la infancia en el ser humano se prolonga hasta la vejez y más aún hasta sus últimos días. Aquí se presenta una paradoja; por un lado es importante y necesariamente humano que el joven o el adulto no pierdan la ingenuidad, la espontaneidad y la autenticidad del niño, que no pierda su fantasía y creatividad. Pero por otro lado no es sano para el ser o para la sociedad que el adulto asuma actitudes infantiles frente a las circunstancias sociales o políticas determinantes en el devenir colectivo o social.

Toda etapa del proceso psicoevolutivo del individuo tiene sus propias características y en consecuencia presenta necesidades muy particulares. La etapa infantil, entre muchas características, presenta una concepción subrealista del mundo, que a nosotros los adultos nos parece descabellada. La realidad nuestra, se invierte en el niño, nuestras proporciones se desproporcionan en 1a mente del niño, y así sucesivamente.

La actitud del adulto frente al niño es la de concebirle casi siempre como un adulto en miniatura. De aquí su insistencia de procurar en el niño un comportamiento adulto. Esta insistencia es opresiva. Esta opresión genera inseguridad de enfrentar lo que él quiere a lo que quieren de él y la inseguridad deriva indefectiblemente en miedo y el miedo se convierte en el patrón de medida de las cosas.

Por esto el niño nunca se siente suficientemente amparado, siempre siente miedo y paralelo a ello se avergüenza de sentirlo porque supone al adulto valiente y teme que se ría de él: por eso nos muestra un mundo a gusto nuestro pero muy distante de ser a gusto suyo. El niño no es consciente de sus contradicciones, pero las vive y se atormenta por ellas. El miedo deforma las cosas y aumenta sus proporciones; imposible encontrarse cómodo en un mundo distinto del suyo e imposible expresarse con espontaneidad en un medio tan adverso y opuesto mientras que para nosotros las cosas son cosas y los seres, seres; para los niños las cosas son… seres. Para el niño las cosas tienen alma de títeres, alma titiritezca.

Lo titiritezco que hay en el niño se proyecta sobre todo cuanto lo rodea. El subrealismo, el absurdo y la desproporción de su mundo, el niño sólo lo encuentra en el teatrillo de títeres. Este mundo a él le parece natural, las convenciones no existen en el mundo del niño. Nuestro tiempo no es su tiempo, nuestro espacio no es el suyo…


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