Por: Graciela Montes
…CONTINUACIÓN.
Y voy a acercarme, ahora sí, a lo que aquí nos une: la literatura -es decir, la frontera indómita de las palabras-, y la infancia: sede de toda construcción de vida que merezca llamarse memorable.
Las palabras, ya se sabe, ocupan todos los espacios, puesto que fuimos arrojados a un mundo nombrado. Tienen diversas funciones -como ya dijo en su momento Jakobson y convirtieron luego en dogma los manuales-, pero algunas, sólo algunas, están instaladas en los márgenes, en la frontera.
Una novela, un cuento, una canción, un poema son avanzadas sobre la tercera zona, construcciones pioneras, propias del borde. Por eso se suele decir que son gratuitas, en el sentido de que no son necesarias, que son independientes de lo dado (de un lado, el yo y sus exigencias; del otro, el mundo y sus condiciones). Porque ¿para qué pueden servir una novela, un cuento, una canción, un poema? ¿Acaso sirven para saciar el hambre, para abrigarse cuando hace frío? ¿Pueden derribar una pared, abrir un surco en la tierra, construir caminos, diques? Claro que no. Los cuentos están simplemente, están ahí, en la frontera, adentro de la tercera zona, en el círculo mágico del porque sí, en la única zona liberada, alojados en esa rayuela donde se construyen, infatigablemente, todos nuestros precarios cielos. Habitan esa zona no por el hecho de ser novelas, cuentos o poemas (por tener esa forma o ese género) sino, justamente, porque no obedecen órdenes, porque son de la especie indómita.
Eso no significa que la literatura sea una experiencia totalmente indiferente a las necesidades del yo o a las condiciones del no-yo, a la realidad psíquica o a la realidad exterior. Por supuesto que no: justamente, es construcción de frontera, y frontera implica transición. Más aún: esa frontera, ese borde, nació -si creemos en Winnicott- para matizar, compensar, consolar y calibrar los contactos entre la subjetividad y el afuera. Pero lo cierto es que goza de mucha autonomía y no se reduce jamás a los términos que la enmarcan; es un hacer Independiente, que tiene sus propias reglas y su propio espacio.
A eso me refiero cuando digo que los cuentos están ahí, en la frontera indómita de las palabras. Junto con muchas otras especies, algunas más prestigiosas que otras: los balbuceos con que explorábamos el mundo de los sonidos en nuestra primerísima infancia, esas sílabas que reiterábamos por que sí, nada más que porque nos parecían especialmente sabrosas, las palabras prohibidas que hacíamos estallar de pronto como trompadas para señalar nuestro poderío, las jitanjáforas, los grandes insultos rituales con que rematábamos alguna pelea en el recreo, las adivinanzas, los chistes, los sucedidos con que se amenizaban las sobremesas del domingo, el cuento de la buena pipa… Y también, por supuesto, el Quijote, la Odisea, La Divina Comedia y todo lo que nuestra cultura llama literatura, siempre y cuando hayamos logrado hacerla ingresar en nuestra frontera.
Todo muy bien, me dirán ustedes, pero ¿cómo entramos a tallar nosotros en todo esto? ¿Qué tiene esto que ver con la literatura infantil, con la escuela, con los maestros y con los bibliotecarios, con las ferias, con el mundo de la edición y la comercialización de los libros para niños? Y no es una pregunta trivial, es una gran cuestión. Porque, si bien todos parecen estar de acuerdo en qué cuentos tiene que haber en el mundo -como hay tantas otras cosas- y en particular cuentos para niños, y que la escuela debe incluir la literatura de algún modo entre sus quehaceres, nadie sabe muy bien dónde poner el equipaje. Porque, al parecer, no alcanza con tener anaqueles, fichas, curricula, contenidos básicos, catálogos o rincones de lectura…; también hay que buscarles un lugar en la vida a los cuentos. Y eso no puede sino significar hacerlos ingresar a la propia frontera, a la tercera zona, la liberada. Es donde tienen que estar, ya que, en realidad, sólo sirven para eso, para ensanchar la frontera. Y todo esto es una cuestión, vuelvo a decir, que más tiene que ver con la educación que con la enseñanza.
Tal vez sea mucho pedirle a un padre o a una madre que, después de haber trabajado todo el día, todavía tenga resto para dedicarse a ensanchar la frontera del hijo. Y, sobre todo, parece demasiado pedirle a la escuela. Se me dirá que bastante tienen maestros y profesores con sus difíciles destinos de docentes en una sociedad desinteresada por la educación, que demasiado tienen con sus aulas sobrepobladas, sus sueldos lamentables y sus reformas educativas como para ocuparse, además, de desatar el gran paquete y convertir la cultura en algo más que en contenido: en experiencia. Cuestión de punto de vista, en todo caso. Yo creo que la educación debería servir, sobre todo, para ensanchar las fronteras, las de todos, mayores y menores, al mismo tiempo.
Sólo que es difícil, y hasta imposible, ayudar a ensanchar la frontera de otros cuando la propia está achicada, apelmazada, reseca; es difícil saber dónde poner los cuentos cuando los cuentos sólo son, para uno, una exigencia del mundo exterior, un trámite para completar de apuro antes de meter en la cama al niño, lo que pide el programa, el tema de una tesis, lo que la supervisora espera encontrar en los informes. Y, por supuesto, es difícil poner las energías en la construcción de las fronteras cuando se carece de la confianza mínima en el mundo exterior, cuando no se gana lo suficiente para vivir, por ejemplo, o cuando todo es tan hostil, tan vacío, tan duro, que cualquier esfuerzo constructor parece perder sentido.
Y, sin embargo, si nos ocupamos de literatura y de infancia, somos habitantes indiscutibles de los márgenes. Nuestro asunto son las fronteras, que no quepa duda. En particular, la frontera indómita de las palabras. La de los demás y la nuestra, sobre todo, que es donde no tenemos más remedio que instalarnos si queremos otorgarle algún sentido a nuestro oficio.
Ahí está: es nuestra vieja frontera, la de siempre, con sus cultivos antiguos y sus cultivos nuevos, la misma que nos permitió ir construyendo, con gestos personales, gestos de libertad, exploración y riesgo, una zona de tránsito con el mundo, para tolerar mejor la soledad y consolarnos de la frustración inevitable. Es la de siempre, pero tal vez la notemos achicada, algo triste, reseca. No es de extrañar, porque las fronteras indómitas siempre han estado amenazadas por vientos achicharrantes y encogedores, empecinados en domesticarla.
El ciclón de la escolarización, por ejemplo, ha arrasado con muchos cultivos. No por una mala intención sino por un malentendido: creer que la misión de la escuela no es abrir las puertas del mundo, sino más bien recortar el mundo a la medida de la escuela. Así fue como los venerables doctores de la contrarreforma europea se ocuparon de expurgar, resumir y adaptar los textos de la Antigüedad pagana hasta volverlos «clásicos», es decir, apropiados para ser leídos en clase. Hay muchas maneras de escolarizar la frontera indómita de las palabras: reducir un poema de Lorca a un catálogo de sinécdoques y sinestesias, cazar unimembres en El hombre de la esquina rosada, clasificar severamente por edades, recortar, uniformar, prevenir. Se trata de poner un poco de orden en la frontera indómita. Y de volverla, de paso, un poco más provechosa. Sólo que se corre el riesgo de que los cultivos se marchiten, y que la literatura, esa especie propia de las regiones indómitas, termine convertida en una mansa y controlable mascota.
Pero sería injusto cargar todas las culpas sobre ese viejo viento. Soplan sobre la región otros más modernos, que no son menos devastadores. El de la frivolidad, por ejemplo.
En realidad, comenzó siendo un viento local, propio de la frontera, una especie de resistencia natural a la escolarización excesiva. Basta de rigideces, se dijo: leer debía ser un placer, no una tarea. Fue una conquista. El placer estaba vinculado estrechamente con el juego, y hablar con seriedad del juego era algo así como reconocer oficialmente la frontera indómita, la zona potencial de que hablaba Winnicott. Lo malo es que muy pronto todo se convirtió en consigna. El juego, en consigna de juego. El placer, en consigna de placer. Al valioso postulado «los niños juegan y se construyen cuando juegan», siguieron las exhortaciones, no siempre valiosas: “juguemos entonces”, “hay que jugar”, “inventemos juegos”… Sólo que el juego domesticado, el juego bajo control, ya no pertenece a la frontera indómita de la palabra, pasa a ser un juego juguetón, un simple pasatiempo, muy lejos de ese juego con el que nos salvábamos de la soledad, el que nos ensanchaba la vida mientras se demoraba el lobo, muy lejos de ese rayo de sol que nos entibiaba antes de la noche que nos promete Quasimodo. Pronto los juegos se volvieron actividades, y las actividades terminaron resumiendo lo que se entendía por juego. Mientras tanto, oficialmente, en las bibliotecas, los blandos almohadones pasaron a simbolizar la facilidad, en contra de los viejos y duros pupitres.
La cuestión es que, poco a poco, de deslizamiento en deslizamiento, ese viento local se nos fue poniendo en contra; y empezó a agitar y a resecar los cultivos. Todo parecía tan sencillo, tan agradable, que al principio no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Y, cuando nos dimos cuenta, la experiencia de la literatura, siempre personal e imprevisible, había quedado reemplazada por un repertorio variado y pintoresco de consignas de juego y actividades más o menos estructuradas, con las que se buscaba cubrir el vacío. Un viento frívolo y frío, achicador de pasiones.
Pero ni el ciclón tradicional de la escolarización ni el vientito helado de la frivolidad le llegan siquiera a los talones al huracán más despiadado de todos, al que todo otro viento queda hoy supeditado: la ley del rédito máximo, el dogma feroz del mercado. Es más que un viento; es, sin duda, en nuestros días, el espíritu del mundo.
La ley del mercado no tiene nada en contra de las fronteras indómitas, en tanto se entreguen. Las fronteras indómitas y sus especies autóctonas -la literatura, la cultura, el arte, y también el juego, los gestos, las ideas, las libertades- resultan molestas en su estado cerril, pero, convenientemente colonizadas, domesticadas y homogeneizadas, se convierten en fuente provechosa de ingresos, se encarrilan. Al fin de cuentas, con un mito se puede hacer una hermosa remera; no importa que un cuadro rompa las convenciones, en tanto se pueda cotizar en el mercado; todo, absolutamente todo, el arte, la cultura, la educación, la literatura, los juguetes y el juego, es artículo y se vende. Eso sí, que se escriba lo que se venda, y que se lea lo que se pueda comprar, aunque eso deje la frontera marchita y muy raleada.
Habrá otros vientos, sin duda. La frontera siempre está amenazada. La libertad siempre es costosa, breve, frágil. ¿Tendrá sentido insistir en ella? ¿Tendrá sentido recordar la libertad de un gesto, la libertad del juego, la gratuidad de un poema cuando vivimos; como vivimos, en un mundo saturado y saturador, que nos acosa con sus condiciones durísimas…?