Por: Graciela Montes
Cada uno está solo en el corazón de la Tierra atravesado por un rayo de sol; y de pronto anochece.Amo mucho esos versos de Salvatore Quasimodo; los evoco siempre y en circunstancias muy diversas. Son para mí un recordatorio y, a la vez, una especie de conjuro contra la estupidez y contra las vanidades. No conozco ninguna imagen más apretada y genuina de la precaria -y luminosa- condición humana, del fugaz e intenso destello de la conciencia y de su obra. Curiosamente, suelen encabalgárseme en la memoria con otros versos, menos prestigiosos tal vez, pero seguramente más populares:
Juguemos en el bosque mientras el lobo no está.El lobo, que está ahí nomás, a la vuelta de la esquina, se parece mucho a la noche indefectible; el bosque es, como la Tierra, la casa, el sitio donde se está, provisoriamente; el jugar se parece mucho al rayo de sol que nos atraviesa. Por otra parte, ambos poemas coinciden en lo frágil de la estancia: un dramático «de pronto» en los versos de Quasimodo y un sabio “mientras» en la ronda infantil se ocupan de recordamos la precariedad del juego. Tal vez resulte insólito que haga pie en estas citas para desovillar unas pocas ideas en este congreso dedicado a la literatura para niños. ¿Qué tendrá que ver la condición humana, por llamarla de algún modo, con el cuento que se le lee a un hijo antes de mandarlo a dormir, con las retahílas con que se echan las suertes en un patio de recreo, con el libro que comparten maestros y alumnos en el aula, con la novela que le sugiere el bibliotecario a alguno de sus lectores, con el poema de amor que una niña copia de algún libro a escondidas? Yo siento que son citas pertinentes. Al fin de cuentas, es sólo en esa breve cuña de conciencia y oportunidad, en esa estrecha y dramática frontera -el rayo de luz que precede a la indefectible noche, el jugar mientras el lobo todavía está lejos- donde tienen lugar todas las construcciones humanas, su cultura y, por supuesto, su literatura, también los cuentos para niños. Y es ese contexto -tan dramático, tan peligroso- el que le otorga sentido a lo que hacemos.
Claro que hay muchos para los que el sentido no es algo codiciable, que descreen de las significaciones. No es mi caso. Yo soy de los que creen, justamente, que la búsqueda siempre difícil, muchas veces dramática y siempre insatisfactoria de significaciones es exactamente lo que nos compete a las personas.
¿Por qué leer literatura? ¿Por qué hacer literatura? ¿Por qué enseñar literatura? ¿Por qué empeñarnos en que la literatura forme parte de la vida de las personas? ¿Dónde está esto que llamamos literatura? ¿Dónde ponemos los cuentos?
Los cuentos tienen su domicilio, estoy convencida, en la frontera indómita y es ahí donde debemos ponerlos.
Esa idea de frontera es algo que le tomo prestado a Winnicott Winnicott siempre me pareció un pensador admirable, precisamente, porque construye su pensamiento sin olvidarse del lobo, ni de la noche, ni de ese fugaz estallido de la conciencia que es la condición humana.
Lo que dice Winnicott es más o menos esto: el niño recién nacido, arrojado al mundo después de haber estado alojado en el Paraíso del vientre materno, se siente dramáticamente solo y, a la vez, definitivamente confuso. Ni siquiera sabe cuáles son sus bordes, dónde termina su boca y empieza el pezón de su madre, dónde terminan sus uñas y empieza la manta que está arañando. De manera que tiene por delante una gran tarea.
Por un lado, consolar su soledad, la ausencia de madre que lo aquejará necesariamente por ráfagas siempre (tal vez durante toda su vida); y, por otro, ir construyendo sus fronteras. Poco a poco dirá: “Éste soy yo, y ése, el mundo. Éste soy yo con mi cuerpo, mis deseos, con mi infinito deseo, con mi hambre; y ahí está el mundo, un mundo que no domino, que a veces me da y otras veces no me da, que a veces me es propicio y penetrable, y otras veces resulta desagradable y duro.» De un lado, yo; del otro lado, el mundo. Pero, en el medio, dice Winnicott -y eso es lo que me interesa-, en los bordes, el niño va construyendo el tránsito, la tercera zona: chupa la punta de la manta para consolar el hambre o para anticipar la alegría de saciarla, se abraza al oso de peluche para tolerar mejor la oscuridad del cuarto, se hamaca solo, haciéndose la propia cuna, se canta nanas, y balbucea empecinadamente contra el silencio, haciéndose compañía. Se fabrica sus consuelos, sus ilusiones, sus juegos. Coloniza, diría yo, su frontera.
Ésa, la tercera, es -dice Winnicott- la única zona libre. No es el yo ni es el mundo. No pertenece al adentro, a la pura subjetividad (hecha de deseos, de necesidades, de impulsos) -o sea forzosa y obligada-, ni al afuera, al severo e incontrolable mundo, que también es forzoso y obligado, sino que es, más bien, algo que está instalado entre el adentro y el afuera, una zona de frontera, hecha de libertad y construcción heroica.
Winnicott llama a esa zona «juego». Pero «juego» es una palabra algo lábil; a veces, ya vamos a ver, se escurre hacia otros significados. El juego no es para Winnicott algo juguetón e intranscendente, sino algo muy serio: el máximo recurso que tenemos los humanos. Más aún: el juego -este juego absoluto y apasionado- es lo que nos hace humanos, lo que nos salva de la soledad y nos permite entrar en tratos con el mundo.
Como se trata de una zona de libertad, el primer y último reducto, lo que no se rinde -lo que no debemos rendir-, quise darle un nombre aventurero: la frontera indómita, y extender su dominio hacia la cultura toda, un poco más allá del individuo.
El de la frontera indómita no es un adorno sino un territorio necesario y saludable, el único en el que nos sentimos realmente vivos, el único en el que brilla el breve rayo de sol de los versos de Quasimodo, el único donde se pueden desarrollar nuestros juegos antes de la llegada del lobo. Si ese territorio de frontera se angosta, si no podemos habitarlo, no nos queda más que la pura subjetividad, y, por ende, la locura, o la mera acomodación al afuera -obedecer ciegamente las órdenes del mundo-, que es una forma de muerte.
La condición para que esta frontera siga siendo lo que debe ser es, precisamente, que se mantenga indómita, es decir, que no caiga bajo el dominio de la pura subjetividad ni de lo absolutamente exterior, que no esté al servicio del puro yo ni del puro no-yo. La educación, en un sentido más generoso que la mera enseñanza, puede contribuir considerablemente al angostamiento o al ensanchamiento de este territorio necesario.
CONTINUARA…