El siete-mesino


Por: Antonio J. Gómez A.

Homenaje a FERNANDO VELASCO, el popular “CHICOTE”. Texto escrito después de una divertidísima charla sostenida con él, acerca de su nacimiento.

A los siete meses de mi desarrollo fetal, cuando plácidamente dormía en el vientre de mi madre y soñaba con ser el dueño de la marranera más grande de toda la comarca, envidiado por todos los demás chicos, pues en ella habían chanchos de todos los colores, y víctima además, de todos los adultos celosos porque en mi cochinera se encontraban puercos hasta de 10.000 kilos de peso, fui despertado bruscamente por unas violentas contracciones del útero, aquel que me albergaba desde el día de mi concepción.

Afuera, todo el mundo se movía; mi madre de un lado para otro gritando del dolor. Mi padre hablaba de ir al médico y entre gritos y carreras llegamos al consultorio del doctor Ipanondas quien armado de mangueras, trapos y tijeras se aprestaba a intervenir. Al momentito sentí unas manos grandes que tanteaban el vientre de mamá. Como pude le saqué el cuerpo a aquellos dedos , temeroso que uno de esos hundimientos me extirpara un ojo, me quitara una oreja o me torciera una pierna privando al mundo del bello ejemplar que yo prometía ser.

Cuando cesaron los tanteos aquellos, afuera el silencio fue total. Esto me extrañó tanto, que saqué la oreja y alcancé a oír cuando el porcino doctor requirió la presencia de mi padre y le planteó un dilema que pudo haber cambiado el rumbo de la historia nacional: “o la madre, o la criatura”.

Yo, consciente de los grandes designios que empezaría a ejecutar tan solo a los 2 meses de nacido, no dudé que mi padre contestaría tajante y enfáticamente: “el niño”, o mejor, la criatura, pues hasta entonces ni yo mismo conocía mi sexo.

Me equivoqué; mi padre, que no podía ver el profundo significado que su decisión tendría, por ser tuerto, cosa que yo no sabía, dijo: “la madre, que hijuepuercas, la criatura que se muera; ya habrá tiempo de hacer otra”.

Y eso fue como pelando cochino, pues de inmediato aquellos dedos volvieron a hundirse en el vientre de mi progenitora, y yo, como Jesús, sabiéndome destinado a grandes acontecimientos, comencé a moverme de un lado a otro ágilmente sacándoles el cuerpo, hasta que extenuado me desgoncé y aterrorizado observé como con la fuerza de ambas manos, el salvaje Ipanondas presionaba el vientre, estrechando el útero de mi madre y empujándome hacia la salida de éste. Yo, dispuesto a resistirme, abrí las piernas y los brazos, para no dejarme sacar; pero noté que mi barriga se brotaba y como no podía concebirme un querubín panzón, en un respiro de aquellas manos, me volteé rápidamente para, con la misma presión corregir el abultamiento de estómago. Sin embargo, cuando estaba en lo más crítico de mi resistencia, sentí que la punta de un gigantesco dedo penetró el interior de mi albergue y se hundía entre mis nalgas. En aquel momento hice conciencia de mi masculinidad y concluí: “primero afuera que deshonrado”. Sin embargo, dispuesto al último esfuerzo, me volteé y le puse la cabeza de frente al dedo aquel. El partero empujaba hacia adentro y yo hacia afuera; como no pudo seguirse hundiendo, el perverso Ipanondas sacó su dedote. Luego comprendí que el resultado de aquella presión pudo haber sido mi baja estatura.

El tercer embate lo resistí con las manos y la cabeza apoyadas en la entrada del útero pero con tan mala suerte que ésta empezó a alargárseme y la sensación de quedar con la cabeza convertida en mamila, me hizo renunciar a todo y decidí salir a afrontar la situación en el terreno a que esas manos me llevaban.

Salí. Ipanondas pegó un grito y dijo: “¡uy!, ¿esto qué es?”. Entreabrí los ojos, le vi su puerca cara, rechiné las encías y mascullé un hijueputazo. Insolente e inescrupuloso me tomó con la punta de sus dedos y por los aires me llevó hasta la caneca de la basura, a la cual me arrojó desde una prudente distancia. Afortunadamente caí dentro y pegué un berrido que el tuerto de mi padre, que entraba en ese momento, gritó : “la criatura vive”. Ipanondas que en ese momento atendía a mi madre dijo contento: “la señora también”. Mi papá, con su único ojo me buscaba. Yo dispuesto a ser el primer querubín con alas, el primer ángel terrestre, según estaba escrito, trepé por la caneca de basura hasta llegar al borde de ésta. Si no hubiera sido por esta iniciativa mía, el tuerto de mi padre hubiese demorado demasiado en encontrarme. Al verme, me tomó en sus manos y con su único ojo me observaba curioso, como buscándome el sexo. Su gesto era de desazón, desconcierto y conformismo.

El partero Ipanondas, que había terminado con mi madre, dejándola aliviada, se acercó a papá, me tomó y sobre una mesa, fue desdoblando uno a uno los pliegues de mi piel y con las yemas de los dedos borraba una a una las arrugas de la misma. Al cabo de 9 horas dijo: “es niño y ya tomó forma”; “para bien del mundo” pensé yo.


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