Por: Antonio J. Gómez. A.
CONTINUACIÓN… Bellas anécdotas
Un día un titiritero trataba de ablandar la pétrea actitud de un gerente de una importante empresa, hasta quien logró llegar después de tanto insistir. El fruncido entrecejo del ejecutivo no daba esperanzas de lograr un contrato. Sacando arrestos el titiritero dejó escurrir su mano dentro del bolso que le acompañaba; se calzó un muñeco y comenzó a subirlo lentamente por el interior del saco cerrado que vestía. El hombre del ceño fruncido al notar el sospechoso movimiento en el pecho de aquel joven, sin dejar notar su perturbación abrió sigilosamente una gaveta oculta de su escritorio y colocó su dedo índice en el gatillo. Cuando vio que una manita de fieltro asomaba por la abertura del saco de aquel joven dejó aflorar una sonrisa y cerró de un golpe la gaveta. El titiritero continuaba hablando. Trabajosamente, el títere, el hermoso titerito, sacó su cabeza y mirando a todas partes se fijó en la cara (carota) del ejecutivo, pues estaba crecida del asombro. El titiritero calló, impostó una voz para el muñequito e hizo un monólogo corto para el señor del rostro adusto, quien pasó del gesto de asombro al gesto de gozo; tragó saliva, miró complacido al titirimago aquel y le preguntó: «¿Y cuándo pueden venir a hacer la función?».
En la frontera de dos países cualesquiera del mapa grande de esta América nuestra, un grupo de titiriteros fue detenido en la oficina de emigración e inmigración, por falta de un sello. Según los pulcros funcionarios deberían los artistas recorrer el mundo de regreso para buscar el mencionado sello. Argumentos van, argumentos vienen. Además sin real, ¿cómo? De vez en cuando, uno que otro funcionario de aquellos se acercaba al grupo en actitud amigable y sugestiva. Por ahí como a la hora uno de ellos escrupulosos paladines del honor solicitó la presencia de un miembro del grupo. El más valiente de todos se levantó, tomó su bolsa de magia, en la cual habían langostas, gusanos, sapos, culebras, espantos y enamorados, títeres. Entró a la oficina y de frente le echaron el cuento del dinero para el almuerzo de los cinco inescrupulosos funcionarios; acto seguido él abrió la bolsa y mostró su riqueza, ellos se burlaron. Casualmente estaba allí una mujer joven vecina del lugar, con cinco niños, uno a uno parecidos a cada funcionario. Los niños rieron e hicieron comentarios de lo visto en la bolsa; el titiritero rápidamente se calzó uno de aquellos muñecos, empezó a jugar con los niños y de vez en cuando hacía referencia a uno de aquellos padres-funcionarios. Generalizado el encanto volteó la mesa de juego-trabajo y escondido tras ella desplegó sus artes mágicas. Se vieron correr gusanitos perseguidos por un sapo saltón; volaron duendes, espantos y fantasmas oyéndose a tiempo mefistofélicas carcajadas que competían con las risotadas de los cinco funcionarios que al momento ya se hallaban sentados cada uno con su hijo en las piernas. Cuando supo que estaba en medio del alma de los uniformados, el titirimago cesó su encanto, se levantó y dijo «no puedo darles más». Niños, padres y la solitaria madre aplaudieron. Mientras tanto, por la carretera, durante media hora, transitaron turistas documentados e indocumentados, traficantes legales e ilegales. Con humildad, el artista guardó sus morracos, acomodó la mesa, pidió permiso y salió a reunirse con el grupo; tras él, con su hijo en los brazos, salió un uniformado de aquellos y dirigiéndose al grupo les dijo: «muchachos pueden seguir, disculpen la demora”.