Del poder mágico de los títeres para ablandar corazones


Por: Antonio J. Gómez A.

En un anterior artículo “La razón social del títere” se expresó que los adultos consideraban el teatro de muñecos como algo para niños y no para los grandes. Me permitiré tratar de demostrar por qué o, cómo, esto es una falsa afirmación.

La infancia del ser humano, la etapa más importante de la vida, es un proceso de acumulación de experiencias y vivencias que de acuerdo a su naturaleza van cimentando y definiendo el perfil de la personalidad del individuo; es como la fundamentación del proyecto de vida. Quienes hoy han pasado el límite de los cuarenta años, por lo regular tuvieron una infancia limitada y pobre en experiencias fantasiosas; por razones sociales, económicas y hasta políticas. Los progenitores se dedicaron al trabajo y encausaban a sus hijos por el mismo camino de laboriosidad, sin permitirle ni procurarle al niño aventurarse por el mundo de sueños e imaginerías. A veces se llegaba a él pero a hurtadillas, dándose sus escapaditas. Ese niño se durmió dando paso al adolescente que en virtud al contorno social y a sus impulsos vitales propios genera otros intereses como el deporte, los romances, los juegos de azar o de mesa, los deberes escolares y en algunos casos, el trabajo. El niño que se durmió en los límites de la infancia y la pubertad continúa inmerso en un profundo sueño, más en esta etapa el individuo se siente más adulto que niño y exige trato de tal.

El entorno social continúa actuando sobre el individuo y empieza a volverse prejuicioso y a estructurar una escala de valores de acuerdo a los preceptos morales y políticos, de acuerdo a los gustos aprehendidos del medio que le rodea. Llega el individuo a adulto con una mentalidad casi pétrea y enrollado en el remolino de deberes, ritos, avatares y luchas cotidianas por la subsistencia. Algunos quisieran de pronto volver a la infancia, otros desean solventar pronto su situación económica para vivir tranquilos y se entregan a la ilusión de ganarse la lotería, o toman a veces caminos equivocados de enriquecimiento. Unos y otros miran al niño con los ojos atribulados de adulto en miniatura, cerrándole el acceso a su vez a las vivencias y experiencias que nunca tuvieron. Es una cadena de nunca acabar.

Sin embargo, algunos grandes pueden dar constancia de eso, cuando un adulto se enfrenta en razón de su trabajo o cualquier otra forzosa razón a una experiencia con los títeres o de cualquier naturaleza fantasiosa, su­puestamente para niños, el niño que mantiene dormido comienza a revolcarse en su alma, se despereza, entreabre los ojos, bosteza, se asma por las ventanas de los ojos del adulto fija su mirada y comienza a regodearse con aquella vivencia haciendo brotar en el adusto rostro del adulto una sonrisa de congratulación.

En un espectáculo de muñecos para un público mixto entre adultos y niños, cuando éste gusta, los niños se ríen a mandíbula batiente, detrás de ésta carcajada está la sonrisa gozosa y profunda del adulto; aquellos son extrovertidos, espontáneos y desprevenidos; és­tos son tímidos, reservados y prevenidos, pero su niño interno pugna por la carcajada de adulto y vibra como los niños de adelante; el adulto busca la sonrisa cómplice de sus iguales y como la encuentra suelta la carcajada; si no grita, salta o se enerva de hilaridad, es porque un prejuicio de adulto le impide vivir como niño. Si el espectáculo se hace tan sólo para adultos y este público es homogéneo, la gracia y habilidad de los artistas hará despertar sus niños adormilados y esta será una función normal, como con niños.

Al respecto del trabajo con adultos, es importante anotar que el adulto citadino es más preventivo, des­confiado y suspicaz; el adulto rural es espontáneo y desprevenido, quizá porque está en permanente contacto con la magia y la fantasía de la naturaleza.

CONTINUARÁN…  buenas anécdotas.


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