Canas y arrugas, bienvenidas sean.


A PROPÓSITO DE AGOSTO, MES DE LA TERCERA EDAD, MES DE LAS CANAS.

Por: Antonio J. Gómez A.

Un nuevo día comenzó a languidecer como a eso de las siete de la mañana acompañado de la angustia que le provocaba esa soledad. Agazapado bajo aquella enorme piedra, que le protegía de los primeros rayos del sol, el viejo pescado veía correr el agua turbia y contaminada, atisbando a los lados la aparición de un anzuelo que fuera su salvación. Hace mucho, mucho tiempo no los veía, y en su memoria apenas quedaba el rezago de su forma. El que había sido un há­bil burlador de aquellos garfios, al punto que se especializó en robar carnada y exasperar al pescador, anhelaba ahora uno de esos ganchos. Cerró los ojos y el torrente de recuerdos se precipitó en su mente; se vio a sí mismo cortejando juguetón a cuanta sardina ypescada pasaba por su lado; apostando carreras de velocidad, nadando boca arriba, de costado, dando volteretas, haciendo pruebas de resistencia fuera del agua y finalmente, se vio rodeado del mar de hijos a los que dio origen. Aho­ra estaba allí solo; todos desaparecieron, unos río abajo, otros colgados de aquellos garfios. Sus opérculos ya no abrían ni cerraban y sentía que se ahogaba; las escamas todas se desprendieron de la corrugosa piel y hasta tenía la sensación de que sus aletas ya no se movían y que nadaba con la imaginación. En medio de aquellas cavilaciones notó unas burbujas de aire que circulaban a su alrededor y como una visión, un gancho se posó frente a sus ojos. Rápidamente abrió la boca y se colgó de él. El frágil tironazo apenas alcanzó para sacarlo a la orilla en donde lo recogió el niño pescador, quien extrañado de su arrugada forma le tomó cuidadosamente y corrió veloz hacia su casa. El viejo pescado abrió los ojos; se encontró rodeado de sardinas y pescadillos multi-colores; barcos hundidos, molinos de agua, plantas artificiales y un fondo tapizado de infinidad de piedrecillas blancas. Se hubiese sentido en el cielo de no ser por aquel par de ojos negros grandes y esa sonrisota que observó a través del cristal del acuario, que identificaban al niño que lo sacó de aquel infierno. Volvió a sentir la vida.

La vejez y la infancia son las eta­pas, extremas de la vida humana; esta abre y aquella cierra el ciclo de la existencia. Los niños son el presente y el futuro; los viejos son el pasado y el presente. Sin em­bargo ¡ah, ironías de la vida!, son los sectores más desvalorizados y marginados de nuestro mundo.

Afortunadamente de los niños ya se habla más, se estudia más y por lo menos en la docencia se abren cada día nuevas especialidades de pedagogía infantil. En cambio nuestros viejos están condenados irremediablemente al ostracismo. Ya no se tienen en cuenta socialmente y en la familia a veces, duele decirlo, se convierten en una carga; los sentimientos filiales no bastan; pues por un lado cada día es más oneroso sostenerlos y por otro, ellos mismos por razones muy subjetivas se automarginan generando animadversión.

En las ciudades-estado de la Grecia clásica, los viejos fueron el pilar de la democracia en los con­cejos de ancianos. Todos los sa­bios y adivinos, los brujos y shamanes, los magos y genios de la historia, la literatura y las culturas aborígenes, fueron viejos. Los grandes aportes científicos los dieron los viejos. No se explica por qué ahora y en nuestro medio los viejos son ciudadanos de tercera, ignorados y en algunos casos vili­pendiados. Parece que la vida humana hubiera entrado también en la onda del consumismo y que pasado el tiempo de nuestra vida útil, más o menos los sesenta años, ya fuéramos “desechables” y por lo tanto inservibles. De confirmarse esta suposición vamos camino del despeñadero. Se olvida que en el viejo encontramos la historia menuda del mundo; que el viejo es una acumulación de vivencias y experiencias; que el viejo a decantado los vicios, los defectos y las actitudes nocivas como la hipocresía, la envidia y el egoísmo, que corroen el alma social. Des­mechado esto, el viejo da paso a la sinceridad, espontaneidad, hon­radez. En esto el viejo se parece al niño, sólo que en éste estas virtu­des son innatas, connaturales. Pasada la infancia el ser social se transforma haciéndose valedera la frase sentenciosa de Rousseau de que el «hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe». El viejo ha superado estas actitudes y su transparencia es elaborada. Si algunos viejos asumen actitudes hostiles lo hacen más por mecanismo de defensa que por anti socialismo.

En la sociedad familiar infortunadamente el viejo también es relegado o en el mejor de los casos se le da trato de niño de porcelana o de pieza de museo. Ambas actitu­des son igualmente agresivas y es posible que en respuesta a esta agresión, el viejo busque recuperar su vigencia perdida, siendo a ve­ces regañón, hosco o hipocon­dríaco.


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