NUBARRONES (cuento)
Por: Antonio J. Gómez A. – 1980
El alboroto que se armó entre sus hermanas mayores, despertó su curiosidad. Como pudo, se abrió paso entre aquellas moles inmensas de vapor de agua hasta llegar al centro de la reunión. Allí, la más vieja de todas las nubes comentaba horrorizada cómo por la tala indiscriminada de los bosques, producto de la incontrolada colonización, los cultivos ilícitos, los bombardeos contra los grupos armados ilegales; los páramos estaban perdiendo el limo y todos los controles naturales para la distribución del agua que ellas tributaban a través de las lluvias. Esto la deprimió muchísimo y al aburrimiento que sentía de encontrarse allí en medio de sus hermanotas se sumó la angustia de saber que el torrente que poco a poco iba albergando se desbocaría por las peñas sin dique que la contuviera, sin limo que lo almacenara, precipitándose caudalosamente por los ríos, inundando valles, veredas, poblaciones y ciudades enteras.
Tuvo de pronto una idea loca, genial, o mejor, genialmente loca: no crecer más, detener su agrandamiento. Huir era lo más cuerdo antes de llegar a ser una nube panzona capaz de inundar el mundo. Como estaba inspirada con esta ilusión, tuvo la brillante idea de frotar la barriga de agua de sus hermanotas para salir. El cosquilleo provocó un contorneo hilarante de aquellas regordetas nubes, dejando vericuetos por los que la nubecilla se escabulló hasta llegar a un sitio despejado con la ilusión de que los vientos monzones o los alisios la arrastraran bien lejos.
Cuando la espera de los vientos comenzó a hacerse angustiosa, notó la cercanía de un pajarraco de lata, de los cuales ya tenía conocimiento y ante la majestuosidad, velocidad y fortaleza del pajarraco aquel, decidió colgarse de una de sus alas para viajar bien lejos de allí. Aquí, a mitad del ala, la brisa era tan fuerte que estuvo a punto de zafarse, pero logró asirse con fuerza del alerón y a hurtadilla del devorador viento comenzó a desplazarse hasta el cuerpo de aquella cosa grande con alas.
Inesperadamente, el pajarón empezó a descender vertiginosamente y comenzó a sentir mareos; sin comprender el cambio de rumbo, se aferró a una ventanilla y al borde del ala. Un poco repuesta del susto, notó que la tierra se acercaba peligrosamente y cuando el animalejo alado, a nivel del suelo, comenzó a correr rapidísimo por una pista negra, ella se alargaba hasta la cola del pajarón aquel. Cuando estaba a punto de desfallecer y soltarse, salió violentamente disparada hacia adelante pasando por encima de gente, casas y unos extraños animales que veloces se deslizaban por una pista negra, formando a su paso gigantescas nubes oscuras y con un ruido ensordecedor que peligrosamente la rozaban por todas partes.
No había forma de salir de allí, hasta que violentamente fue impactada por detrás y salió disparada hacia arriba para ir a caer sobre el techo de uno de aquellos monstruos ruidosos, largo y con ventanillas como el pajarraco en el que bajó a la tierra. Se aferró al techo y como ya allí le pareció algo emocionante aquella aventura, se dispuso a disfrutarla, sin percatarse que algunas nubes negras comenzaron a rodearla y a escudriñarla con curiosidad.
La ciudad era cada vez más ensordecedora y el ruido se aumentaba con las risotadas de las nubes de hollín que estrechaban el cerco. Se sintió asfixiada y empezó a toser; comenzó a sollozar. Por fortuna, la rama de un árbol dispersó al tumulto de nubes que salieron volando a todas partes; ella, del tumbo al tambo, fue a caer en el antejardín de una casa grande, tras una reja metálica. Le pareció un lugar seguro.
Su padre, el sol, estaba en el ocaso de aquel día y el temor a la oscuridad, empezó a invadirla. Con todo comenzó a adormilarse y se refugió en el lugar más recóndito para conciliar el sueño. A punto de dormirse oyó unos lánguidos quejidos, al otro lado del antejardín; supuso fueran de otra nubecilla escapada, pero al fijarse bien se percató que provenían de una achilada flor que fallecía inexorablemente. Le conmovieron aquellos lamentos y con gran esfuerzo se trasladó hasta ella; la cercana presencia de la nubecita reanimó a la flor que al sentir reverdecer su vida, levantó la cara, entreabrió los ojos y esbozó una tenue sonrisa, dejando ver sus labios cuarteados, resecos. La nubecita comprendió que la falta de riego era la causa de sus quejidos. La envolvió con su cuerpo y le proporcionó agua.
Se durmieron. Los sueños fueron diversos; entre ellos, la nube tuvo la pesadilla de provocar un fuerte aguacero que duró cuarenta días y cuarenta noches. El agua bajaba de las montañas sin control inundando una extensa zona junto a una joven población, con el consecuente desastre de muertes, casas destruidas, cultivos arrasados, etc.. Se despertó sobresaltada; la trágica premonición le quitó el sueño; se percató de la flor y al observarla notó que había recobrado el color vivo de sus pétalos y labios y aún con los ojos cerrados sonreía con entusiasmo. Se aferró a ella y el íntimo contacto le descubrió su sueño; la florecilla se había multiplicado infinitamente, tapizando páramos, montañas, serranías y estribaciones, reemplazando el limo perdido. Arriba su amiga la nube, muy crecida, le alimentaba diariamente y le comentaba los sucesos cotidianos del aire y de la tierra.
Al despuntar el nuevo día, la florecita despertó; la nube ruborizada se apartó un poco de ella; se miraron a los ojos, se sonrieron y comprendiendo la identidad de sus destinos se tomaron de la mano y ascendieron al cielo en cumplimiento de su sueño.
FIN